Un ritual se entiende como un proceso colectivo de liberación de la tensión corporal acumulada fruto del exceso de contradicción resentida. Cuando predominaba la duración lenta y existía influencia religiosa en las sociedades, los rituales eran sociales, sucedían de forma colectiva y estructurada. A menudo cumplían una función de iniciación.
La actividad ritual, en sus diferentes formas, tiene como objetivo esencial la conjugación y el dominio de esta doble polaridad. La actividad ritual tiene como objetivo esencial establecer, reproducir o renovar las identidades individuales y colectivas” (M. Augé 1994: 51).
La doble polaridad a la que se refiere este antropólogo está presente en las organizaciones de diversas formas: individualidad-grupo, autonomía-interdependencia, integración cultural-cambio cultural, o temporalidad continua-temporalidad discreta. En los extremos hay tensión por acumulación de contradicción, lo que induce a violencia relacional.
Hay otra paradoja que induce a la violencia: por un lado está la entrega de la persona a una relación caracterizada por un espacio plano y abierto, un tiempo más discreto que continuo, o una exigencia de fluidez y de competitividad; y por otro lado está el deseo de pertenencia a un espacio íntimo y protegido, de una temporalidad continua y estable, o de un reconocimiento sincero y duradero por lo que uno es y no tanto por lo que se consigue. Hay una tensión entre las reglas y exigencias definidas por el grupo o la sociedad, y aquellas otras definidas por el individualismo imperante. Se fomenta el individualismo a la vez que se fomenta la dependencia del entorno. El ritual sería la forma sistémica de resolver dicha contradicción, la forma organizada de disolver la violencia.
Una aspiración de las sociedades avanzadas y ultramodernas es la domesticación de los instintos y la desaparición de los rituales. Esta postura aséptica, racional y mecánica viene muy impulsada desde las organizaciones, por considerar estas prácticas esotéricas, propias de la magia negra, nefastas para la creación de valor.
A cambio de este proceso de domesticación y de auto-control, en las organizaciones tienen lugar explosiones desestructuradas de la tensión acumulada, escenas e interacciones en forma de malentendidos, equívocos, desprecios, embrollos, litigios o rivalidades –que denotan una fuerte tensión emocional. En ellas se daña la relación, se despliega mucha excitación y se difunde mucha energía negativa. Estas interacciones sacan a unos y otros de la misión encomendada a su rol, lo que les hace desviar su atención de la creación de valor.